Herman Hoeksema
Nos ubicamos a nosotros mismos sin reservas en la posición del supralapsarianismo y mantenemos que es escritural y la única presentación consistente del decreto de la predestinación de Dios. Pero nos gustaría modificar esta visión supralapsariana de tal forma que esté en armonía con la concepción orgánica de las cosas. No debemos enfatizar tanto que es primero o último en el decreto de Dios sino ponernos a nosotros mismos delante de las preguntas: ¿Qué en aquellos decretos es concebido como propósito y qué como medio? ¿Cuál es el principal objetivo en aquellos decretos, y qué es subordinado y siervo de aquel objetivo?
De esta forma escapamos del peligro de dejar la impresión que hay un orden temporal en los decretos de Dios. En adición, de acuerdo a nuestra forma de presentar la doctrina de la predestinación, podemos abrir el camino para encontrar la respuesta a la pregunta ¿por qué existe la reprobación? Es verdad que los supralapsarianos dan una respuesta parcial a esta pregunta cuando afirman que Dios también ha determinado al impío para honor de su propio nombre y para la manifestación de su rectitud, justicia, poder e ira. Pero esta de ninguna forma es la respuesta final que debe ser dada a esta pregunta, ni nos satisface, porque de esta forma no se puede escapar de la impresión de que hay arbitrariedad en Dios. La reprobación evidentemente no es necesaria para rebelar el poder, ira y rectitud de Dios ya que esas virtudes ciertamente nunca son más claras, más definidamente reveladas, que en la cruz de Jesucristo, Él ciertamente satisfizo la justicia y la rectitud de Dios y soportó toda su ira.
Por tanto, queremos presentar el asunto del consejo de Dios de la predestinación como sigue: Dios concibe y decreta todas las cosas en su decreto eterno para mostrar su propio nombre, que es, para la gloria su nombre y el reflejo de sus divinas e infinitas virtudes y vida. Como lo mayor en Dios es su propia vida pactual Él deseó establecer y revelar su pacto en Cristo, y todas las otras cosas en el consejo de Dios están relacionadas con aquel propósito principal de Dios como medios. Por esta razón obtenemos el siguiente orden de los decretos:
Dios quiere revelar su propia gloria eterna en el establecimiento de su pacto.
Para la realización de este propósito, el Hijo vino a ser el Cristo, la imagen del Dios invisible, el primogénito de toda criatura, para que en Él, como el primer resucitado de la muerte, pudiera habitar la plenitud de Dios.
Para que Cristo y la revelación de su plenitud, es decretada la iglesia, y todo electo. En el decreto de Dios, Cristo no es designado por la iglesia sino que la iglesia por Cristo. La iglesia es su cuerpo y sirve al propósito de revelar la plenitud que hay en Él.
Para el propósito de asegurar esta iglesia de Cristo y, por lo tanto, la gloria de Cristo, los reprobados son determinados como vasos de ira. La reprobación sirve al propósito elección como la paja sirve para hacer crecer al trigo. Esto está en armonía con el pensamiento de la Escritura. Encontramos esto expresado literalmente en Isaías 43:3-4: "Porque yo Jehová, Dios tuyo, el Santo de Israel, soy tu Salvador; a Egipto he dado por tu rescate, a Etiopía y a Seba por ti. Porque a mis ojos fuiste de gran estima, fuiste honorable, y yo te amé; daré, pues, hombres por ti, y naciones por tu vida."
Finalmente, en el consejo de Dios, todas las otras cosas en el cielo y la tierra son designadas como medios de asegurar tanto la elección y la reprobación y, por eso, de la gloria de Cristo y su iglesia. Porque en el decreto de Dios todas las cosas son concebidas de esta manera, todas las cosas deben trabajar para el bien de aquellos que aman a Dios, a aquellos que son llamados de acuerdo con su propósito. A luz de esto podemos también entender la Escritura cuando enseña que "porque todo es vuestro: sea Pablo, sea Apolos, sea Cefas, sea el mundo, sea la vida, sea la muerte, sea lo presente, sea lo por venir, todo es vuestro, y vosotros de Cristo, y Cristo de Dios."
Fuente: Reformed Dogmatics (Grandville, MI: RFPA, 2004), vol. 1, pp. 236-237.
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